Sentimientos que hieren como esquirlas de hielo.
Sueños recién nacidos, ilusiones muertas.
Crepúsculo brillante, huérfano que vaga entre las sombras.
Vidas rotas en mil pedazos, olvidadas, abandonadas, que se quedan a las puertas del más allá.
Viajeros perdidos, errantes.
Perdedores que anhelan la gloria. Su destino se agita mientras su tiempo se agota.
Nombres que después de haber sido dichos, caen al abismo.
Verdades que son mentiras.
Personas que viven muertas.
Futuro que ya es presente.
Presente que ya es pasado.
Algún día alguien alzará la voz. Alguien alzará la voz y gritará LIBERTAD. En los suburbios de una ciudad en ruinas, enfrentada con la sangre y el llanto de los que una vez erraron, alguien alzará la voz. Y entonces, tal vez haya esperanza.


ISAAC

Veo gente. Veo gente que camina por la calle. Veo gente que no mira a su alrededor, y observa sólo lo que está delante, y finge que sabe, que conoce, pero sólo son pobres ignorantes. Personas que caminan hacia una misma dirección, sin preguntarse cómos ni porqués. Y de repente me doy la vuelta y miro al mundo y grito que soy libre. Y miles de brazos me sepultan y amordazan. Me repudian.
Veo gente que camina por la calle, y me pregunto quiénes son y adónde van y de dónde vienen. Pero ni siquiera yo sé responderme a mí mismo esas preguntas. Ojalá pudiera saber la historia de cada persona. Ojalá pudiera saber cómo son y qué quieren. Cuál es su pasado y a qué tienen miedo. Un bebé, un niño, una jovén, un hombre, una mujer embarazada, un anciano. Podría intentar analizarles, podría observarles y juzgarles. Al fin y al cabo, es lo que hacemos siempre: juzgar. A todos. Sin querer. Sin conocer. Por seguridad; por miedo; por obligación; por religión; por instinto.
Y después descubres que te equivocabas en la gran mayoría.
Esa joven que te parecía feliz y despreocupada padece anorexia.
El anciano frágil y descolorido, hundido, cansado, reza todos los días por que la muerte no se lleve a su compañera antes que a él y le deje solo.

Mejor no conocer ni saber nada de nadie, porque en el momento en el que conoces, padeces, y te haces cómplice aun sin quererlo. Y nadie merece ni podría cargar con los problemas, las historias, las conciencias y los muertos de los demás. No, mejor mantenerse ajeno. Allá cada cuál con sus demonios.

Veo gente y me pregunto qué tren van a coger y si algún día nos encontraremos. En un bar, en la calle, en la otra punta del mundo.O en cualquier otro lugar. Si nos llevaremos bien o seremos polos opuestos, si te convertirás en alguien imprescindible para mí o te seré completamente indiferente. Pero hay siete mil millones de personas repartidas por el mundo. Y cada uno de nosotros es un tren. Así que hay siete mil millones de estaciones, e infinitos recorridos. Y puede que escojas el recorrido que nos junte, o que yo elija el que nos aleje.

Algunos creen en el destino, otros, en las casualidades, algunos en la suerte. Unos creen en Dios, otros en el Karma.

Da lo mismo. Nos comemos el tarro por cuestiones que jamás conoceremos. Así de masocas somos los humanos. Ahora mismo estoy aquí, sí, esperando en una estación de rostros desconocidos, cada uno con su historia, su familia, su mirada, sus oportunidades, sus errores, su suerte.

Estoy esperando un tren que nunca pasará a recogerme.
Estoy esperando unas palabras de amor que nadie me dirá.
Estoy esperando... creo que ni siquiera yo sé lo que espero.
Supongo que esperar es todo lo que nos queda. Esperar y rezar a un Dios imaginario por que nadie se dé cuenta de que la espera ha sido en vano. De que hemos esperado toda la vida para nada. Y ves cómo los demás todavía conservan la fe en algo, y tienes ganas de gritarles que desistan, que abandonen y no se ilusionen, que dejen de esforzarse inútilmente, que todo ese tiempo que llevan esperando no ha servido. Pero no dices nada, y te callas, y cierras los ojos y aprietas los puños. Porque, en el fondo, tú también sigues esperando.

Estoy esperando ser libre cuando sé que alguien tiró la llave de mi celda al río hace mucho tiempo.
Ahora mismo estoy aquí, y mañana no lo sé. Y puedo pensar, puedo creer que soy libre, que nada me sujeta aquí, que podría huir si quisiera. Pero huir es de cobardes... ¿O no? Quizá eso es sólo lo que nos contaron de pequeños. Quizá todo lo que narraban esas historias de héroes y dragones, castillos encantados, princesas en apuros y villanos crueles y malvados, fuera, de alguna forma, para hacernos creer que realmente existían aquellos héroes. Pero nadie es totalmente bueno ni totalmente malo. No existe el bien ni el mal. El héroe comete errores y el villano quiere a alguien.

Siempre nos dijeron que el cobarde huye y el valiente lucha. El cobarde huye por miedo y el valiente se queda por lo que ama.

Pero, ¿qué pasa cuando ya no hay nada a lo que verdaderamente ames? ¿qué pasa cuando ya no te queda nada por lo que luchar?
Puedo creer que soy libre y sentirme mejor, pero dependo de alguien, dependo de algo. Del capital. El dinero nos ata con cadenas de acero.
Lo cantó Pink Floyd. Al fin y al cabo, sólo somos otro ladrillo en el muro.
El dinero y la maldita conciencia, y ese lastre llamado culpa.
Quizá lo valiente sería huir, y lo cobarde quedarme y seguir aguantando, aguantando y aguantando, por miedo, por culpa, por conciencia, por lo que sea.

Huir, sí, pero, ¿adónde?

Hasta la Tierra tiene fronteras. Huir de donde todos me conocen, a donde no conozca a nadie.
Pero no podría, no soy lo suficientemente valiente, o lo suficientemente cobarde. No después de conocer a Noa. Quizás, después de todo, sí que tenga una razón para luchar. Quizás, después de Noa.




La chica del otro lado de la calle me miraba fijamente. Y tal vez era que tenía la camisa de Unai, aquella llena de rotos. Aquella que olía a tienda de segunda mano y a detergente barato. O que tenía la nariz roja por el frío, y las manos metidas en unos pantalones que me quedaban demasiado pequeños y por los que sobresalían mis piernas flacuchas. O que sonaban los Beatles a todo volumen en el bar de enfrente y todo parecía formar parte de algo increíble y mágico, porque la canción parecía hablar de nosotros y la chica era realmente guapa.

Y todo hubiera sido de película si yo no hubiera sido yo. Porque a mí no me ocurrían ese tipo de cosas, y era mejor asumirlo.
Pero no podía evitar sentir la letra de la canción como mía. No podía dejar de pensar lo preciosa que era aquella chica.
A lo mejor me estaba volviendo loco. No lo sé.
A lo mejor estaba perdiendo la cabeza, pero la chica del otro lado de la calle me miraba fijamente y yo podía morirme.

Un etéreo rayo de luz se filtra por el ventanuco cerca del techo. 
Un rayo de luz que penetra en la oscuridad, revelando la apariencia de la estancia.
El látigo restalla contra mi piel, dejando una huella teñida de rojo.
Dolor. Agonía. 
Una lágrima desciende por mi mejilla, dejando un rastro plateado que brilla en la oscuridad impenetrable salvo por aquel rayo de luz mortecina. Cabalga sobre el vacío. Cae. Silenciosa, cálida.
No emito ningún sonido. Esa única lágrima es todo lo que puedo liberar.
No me quedan fuerzas para nada más.
Estoy tendida en el suelo. El labio me sangra. La sangre me hierve. Mis venas palpitan de ira, de odio, de confusión y de cólera. De MIEDO. Veo cómo te acercas a mí. Observo tus ojos inicuos, tu mirada angosta, esa oscuridad insondable. Puede que me pegues la paliza de mi vida. Puede que me mates. O simplemente puede que tuerzas tu boca formando esa sonrisa demente.