Hoy he visto matarse a
mi propia sombra.
He visto gente vertiendo
basura sobre mi tumba y miles de personas adorando al vacío.
Un conejo de Alicia
taciturno parándose a decirme que es demasiado tarde para cualquier cosa y
demasiado pronto para todo en general.
He visto niños cayendo
por precipicios y hombres trajeados dando palmaditas en espaldas destrozadas
con la frase “gracias por participar”.
He visto gente
gritando en silencio y buitres sobrevolando un recién nacido, y balas directas
al estómago y personas esperando a trenes en vías equivocadas.
Chicos llorando contra
el lado frío de la almohada y chicas destrozándose los nudillos contra las
paredes. Elefantes cazando reyes, un toro matando al torero en la Plaza y una
fosa común de puños en alto.
Luego desperté y pensé
que “monstruo” podría ser un halago.
Oigo el sonido de pasos acercándose. Son Ellos. Cierro los
ojos y acompaso el ritmo de mi respiración, fingiendo estar dormido.
Si tienen un buen día y no les molestas, te dejan en paz.
Si tienen un buen día.
-Tú -se dirige hacia mí-. Habitación 713.
Mierda.
Noto cómo mis músculos se tensan y me incorporo sobre el
camastro, esforzándome por mantener el rostro impasible.
Más me vale que no huelan mi miedo.
Noto su mirada sobre mí, evaluándome, y casi puedo sentir su
regocijo. Lo ve; el sudor frío en las sienes, el leve temblor de mis manos, el
pulso acelerado. Miedo.
Y si sienten tu miedo, estás perdido.
Él esboza una sonrisa macabra.
-¿Asustado?
Le miro a los ojos, imperturbable. Su rostro se crispa y me
agarra del pelo, levantándome de un tirón.
-Más te vale que no
–murmura entre dientes- o dentro de poco suplicarás de rodillas que te maten.
–Una sonrisa centellea en su boca antes de pronunciar las últimas palabras, con
cruel diversión.- Ha vuelto.
Los pasos resuenan en el vacío, quebrando el silencio como
notas desafinadas. Él no dice nada. Yo camino sintiendo la quemazón en el
pecho, como el que sabe que viene algo que no puede parar. Luego me hace
detenerme delante de una puerta blanca. Sé quién se encuentra detrás de ella.
De repente, el umbral se ha
convertido en una frontera.
Me empuja y la cruzo. Él se va y cierra la puerta detrás de
sí. Un último chasquido que anuncia lo inevitable.
Nuestros ojos se encuentran. Esboza una sonrisa torcida.
-¿Sabes por qué estás aquí?
La luz del
fluorescente penetra en mis retinas, cegándome. Forcejeo para apartarme, pero
tengo los pies y las manos atados a la silla. Todo a mi alrededor da vueltas. Y
dentro de mí también. Creo que me han drogado. No sé dónde estoy, ni cómo he
llegado hasta aquí. Descubro con horror que tampoco recuerdo mi nombre. Sólo
consigo evocar a mi mente imágenes fugaces, detalles inconexos. Noto la
ansiedad apoderándose de mí, la realidad golpeándome como un mazo. Miro hacia
abajo. Llevo puesto un camisón blanco de hospital que huele a desinfectante.
Estoy descalzo. Intento recordar algo, pero hay un vacío en mi cerebro y el
esfuerzo casi me hace perder el sentido. Me encuentro en una habitación blanca.
Vacía. Sin ventanas. Una imagen acude a mi mente. Yo sujeto un cuchillo en la
oscuridad. Quiero hacer daño a alguien, y está al final del pasillo, detrás de
una puerta blanca. Cruzo el corredor a oscuras, sosteniendo el cuchillo por
delante de mí. La puerta se abre con un chirrido y alzo el cuchillo,
abalanzándome sobre el cuerpo. Pero algo falla. Ya está muerto. Tengo sangre en
las manos, pero no lo he matado yo. Intento gritar pero no me sale la voz,
intento correr pero mis piernas no reaccionan. Alguien me cubre la cabeza. Y
luego, nada. Sigo en medio de la habitación blanca. Una puerta se abre, y
aparece él. ¿O soy yo? Me mira a los ojos y pregunta:
-¿Sabes por qué estás
aquí?
Niego con la cabeza
frenéticamente, incapaz de pronunciar palabra. Todo esto es un error. Por favor,
que se acabe ya.
-Eres un monstruo –lo
dice con simpleza, como constatando un hecho; parece que casi le divierte.- Oh,
sí, lo eres, lo eres, claro que lo eres, ¿verdad?
Ya no hay diversión en
sus palabras, sólo certeza, e incluso un matiz de ruego.
-NO –mi grito estalla
dentro de mí, hiriéndome la garganta. Aunque dentro de ese grito van implícitas
miles de preguntas que no soy capaz de pronunciar.
Error.
Ocurre en apenas una
milésima de segundo. Puedo ver su rostro distorsionarse y cambiar de la calma
al enojo, luego al disgusto, la furia y la locura. Sus manos se mueven veloces
y entonces lo siento. Una descarga eléctrica que me recorre todo el cuerpo,
miles de minúsculos alfileres clavándose, por dentro de las uñas, de la piel,
de la mente. Dolor. Adentrándose en mi ser y apoderándose de mis sentidos,
venciendo a la conciencia, sometiendo a mi mente y doblegando mi voluntad.
Porque sólo quiero que pare. Por favor, que pare.
A lo lejos oigo su voz, aunque su cara está a milímetros de la mía.
–Eres un monstruo.
-¿Sabes por qué estás aquí? –pregunta.
-Porque soy un monstruo –pronuncio mi respuesta de forma
mecánica, mirándole, dócil.
-¿Lo eres?
Me encojo de hombros levemente.
-¿Acaso importa? Soy lo que creéis que soy. Mi realidad no
es otra que la vuestra. La realidad no es otra que la de la mente. Lo que haya
hecho, lo que soy, puede variar tan rápidamente como vosotros hagáis chasquear los
dedos. La existencia, la verdad, el presente, el pasado e incluso el futuro,
son meras construcciones de la imaginación humana, pertenecen a vuestras
mentes. Da igual lo que yo crea que soy. Yo no soy nada. Mi mente, mi
existencia, no son nada. Mi única esperanza es el germen de la duda. Que
alguien se pregunte quién soy, que alguien se pregunte quiénes somos todos, y
de dónde venimos, y algún que otro por qué. Pero sólo se puede plantar ese
germen gritándolo a los cuatro vientos. Y yo estoy amordazado.
Seguimos mirándonos
-Te equivocas en algo. Mientras exista una sola mente que
piense, que crea en ti, no es suficiente. Mientras seas tú mismo el que tenga
la certeza de no ser un monstruo, aún no eres uno de ellos. Da igual lo que
digas, lo que hagas, lo que pienses. Bajo el dolor, sólo importa lo que creas.
Algo se rompe dentro de mí. Dentro de las miles de preguntas
y la ansiedad y el horror y el dolor y al final la resignación. Algo se rompe.
-¿Por qué? –mi voz ahora es un gemido de impotencia.- ¿Por qué
te importo tanto? ¿QUIÉN SOY?
Algo cambia en sus ojos. Entre la oscuridad, parece
distinguirse un atisbo de luz. Algo humano.
-¿No lo recuerdas? –hay un dolor infinito en su pregunta.-
Voy a contarte una historia. Érase una vez un niño. Y luego, otro. Y así
siempre. Eran dos niños iguales, pero el primero siempre parecía hacer sombra
al segundo, y ni siquiera supo nunca de su existencia. El segundo se esforzaba
mucho por ser como él, porque todo el mundo parecía quererle y admirarle. Pasó
el tiempo, y nadie parecía darse cuenta de su existencia. El niño lloraba por
las noches pensando que sería eternamente la sombra del primero. De la
impotencia por no tener su suerte nació la envidia, de la envidia, el rencor, y
más tarde el odio. El niño creció con el deseo de hacerle sufrir. De borrarle
la sonrisa de la cara para poder recuperar la suya. Y el odio no menguaba. Le
hacía la vida imposible, pero él no
parecía darse cuenta aún de que existía. Y el odio no menguaba. Pasaron los
años, años de éxito y felicidad para el primero, y de resentimiento para el
segundo. Y el odio no menguaba. Un día, el ahora joven, harto, quiso matarle
para así acabar con su sufrimiento. Pero todo le salió mal, pues el joven
exitoso ya no estaba allí. Y el odio no menguaba. Le buscó por todo el mundo,
hasta que un día lo encontró, cogido de la mano de un muchacho, felizmente
enamorado. Y una botella de whisky y una pastilla de éxtasis le hicieron darse
cuenta de que nunca podría borrarle la sonrisa de la boca. El chico, agotado,
quiso quitarse la vida. Y el odio no menguaba. Se subió al puente más alto para
sentirse dueño de la ciudad, para sentirse libre antes de morir. Pero cuando
iba a saltar, el joven estaba allí, y le salvó la vida, impidiendo que saltara.
Y el odio no menguó.
Silencio.
-¿Te acuerdas ahora? –lo rompe. –Necesito que te conviertas
en un monstruo. Sólo así podré ser libre.
Cuando el dolor llega, lo estoy esperando.
Estoy vomitando flores
muertas, y la lluvia de una noche de Noviembre y tus últimas palabras y una canción
que suena en algún lugar perdido de mi mente.
Estoy vomitando el epitafio de mi propia tumba y alguna droga y pocas ganas y puñales por la espalda.
Estoy vomitando un “adiós” y un “amén” y un “te quiero” saliendo de unos labios que solían besar, y ya no.
Estoy escupiendo miradas intentando adivinar quién soy.
Estoy caminando por el hilo de mis propios pensamientos como un acróbata sin red de seguridad.
Y el cigarro que sujeto en mis manos se consume, haciendo vudú a mi alma.
Crío cuervos, lanzas, sonrisas sarcásticas y arpas con las que llorar.
Estoy vomitando el epitafio de mi propia tumba y alguna droga y pocas ganas y puñales por la espalda.
Estoy vomitando un “adiós” y un “amén” y un “te quiero” saliendo de unos labios que solían besar, y ya no.
Estoy escupiendo miradas intentando adivinar quién soy.
Estoy caminando por el hilo de mis propios pensamientos como un acróbata sin red de seguridad.
Y el cigarro que sujeto en mis manos se consume, haciendo vudú a mi alma.
Crío cuervos, lanzas, sonrisas sarcásticas y arpas con las que llorar.
Luego intento comprender mis sueños, pero parecen ser metáforas de mi
propia realidad.
El dolor cesa. Me doblo sobre mí mismo, con la cabeza a punto
de estallarme y cerca de perder el conocimiento.
Oigo su voz en la lejanía, pero mis oídos se agudizan al oír
su nombre
-…le maté. No podía soportarlo, así que maté al chico con el
que ibas de la mano.
La vista se me nubla y noto un zumbido en los oídos, pero
mis manos ya no responden a mi conciencia. Sólo responden a mi odio. Me
abalanzo con un alarido hacia delante, soltando la cuerda que ata mis manos. Él
ni siquiera se aparta, puedo notar paz en su mirada cuando las cierro sobre su
cuello, presionando con toda la fuerza salvaje que puedo arrancar de mi
interior. Sólo quiero matarle.
El chico de la acera
de enfrente me miraba de forma extraña. Estaba ahí, apostado al otro lado de la
calle como un faro en mitad de la tormenta, observándome fijamente, como si se
tratase de un juego de miradas.
Tenía orejas de
soplillo y la nariz roja por el frío, ojos demasiado grandes para una cara
demasiado pequeña y cubierta de pecas y se había enfundado en un chaquetón
enorme y pesado, que le daba la sensación de que en cualquier momento
perdería el equilibrio y se caería al
suelo.
A pesar de todo, su
presencia inundaba la calle.
Pudieron transcurrir
horas. Los coches pasaban entre nosotros sin conseguir romper el hilo que unía
nuestras miradas. La música seguía sonando en el bar de enfrente, los semáforos
seguían cambiando de color, seguía haciendo frío y comenzó a llover.
Y me sorprendí de que el
mundo no parase con nosotros, que la gente no se detuviera y se uniera a
nuestro juego.
El cuerpo deja de oponer
resistencia, y mis manos se aflojan sobre el cadáver. Sólo ahora soy
consciente. Las observo, horrorizado, como si no fueran mis manos.
Y la realidad se va apoderando
poco a poco de mí. Le he matado. Le he matado.
-Soy un monstruo –y entonces, sólo
al pronunciar las últimas palabras, soy consciente de todo. Él ha ganado.
Soy un monstruo. Soy el monstruo
que has creado.